martes, 7 de octubre de 2008

Arena, playa, sol, mar...

Aquella tarde me encontraba ahí, obligada a sentirme y sentarme en el silencio, escapando de “ellos”, para que no me vieran llorar. Arrinconada bajo las rocas y oyendo como las olas me presionaban, el viento y sus gritos, el dolor con sus recuerdos. Hay que reconocer que siempre hay tiempo. Vi el atardecer y fue lo mejor, cirros lejanos que me salvaron por un momento, lo dominante de aquel tanto sufrimiento. Y recordé que es preferible valorar lo sencillo, aprender a quizás empezar de nuevo, es detener todo en un segundo y no oír.
Cuando por fin logré dormir, me apagué de este mundo horas y horas. Al día siguiente ya no había dolor, gracias a Dios. Las piedras sobresalían del mar, el sol brillaba en el firmamento y un reluciente color me cegaba los ojos. Es tan parecido a cuando puedo respirar, esa sensación de alivio después de tanto ahogo. Suspiro.

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